Hoy estamos aquí, domingo 11 de marzo de 2012, parcos en sonrisas y en alabanzas, sin adornos en la ceremonia, rindiendo un sencillo y merecido homenaje a todas las víctimas del terrorismo.
Por todas partes tenemos, ya en tierra, a cientos de los mejores españoles. Ellos nos dan la lección magnífica de su silencio. Otros, cómodamente sentados en sus poltronas, aconsejan a las víctimas que perdonen, que se resignen, que olviden, que tiendan la mano, que asuman que los tiempos son otros, que entiendan que las circunstancias mandan…
Es muy fácil hablar. Es muy fácil aconsejar. Pero los españoles que perdieron la vida a manos de los verdugos terroristas no aconsejaron, ni hablaron: se limitaron a salir a la calle a cumplir con su deber de españoles, aún sabiendo que detrás de una esquina les podía aguardar traicionera la muerte.
Sabían que estaba ahí, esperando. Lo sabían por que lo habían visto otras veces, cientos de veces. Antes que ellos, otros corrieron la misma y funesta suerte. Y la suerte que ellos corrieron no debe ser sólo para nosotros una lección sobre el sentido de la muerte, sino sobre el sentido de la vida.
Cuando dudemos, cuando desfallezcamos, cuando nos acometa el terror, recordemos que fue por nosotros por lo que ellos entregaron sus vidas que como españoles estimaban en su tremendo valor de eternidad.